Macron, anfitrión de la cita del G-7 en Biarritz, vislumbró el potencial del encuentro y convirtió la cumbre en el escenario perfecto para alzarse como el principal portavoz de Europa.

Mientras el G-7 avanza, irremediablemente, hacia el ocaso de su influencia, convertido en un mero grupo de trabajo informal cuyo eco en el panorama mundial es casi inaudible, la última cumbre celebrada este fin de semana en la ciudad de Biarritz demostró que aún puede ser de utilidad. Emmanuel Macron, anfitrión de la cita, vislumbró el potencial del encuentro y, haciendo gala de la maquinaria de comunicación que le llevó a ganar las elecciones presidenciales en 2017, convirtió esta cumbre en el escenario perfecto para alzarse como el principal portavoz de las democracias liberales.

Bajo el título “contra las desigualdades”, Estados Unidos, Japón, Canadá, Italia, Alemania, Reino Unido y Francia, las siete potencias que conforman el G-7, compartieron tres días de debates y reuniones de trabajo, destinados a abordar temáticas tan amplias como abstractas: la protección del clima y la biodiversidad, la defensa de la democracia o la eliminación de las desigualdades entre hombres y mujeres.

A golpe de actualidad, la agenda oficial pasó a un segundo plano. Valiéndose justamente de las últimas noticias, Emmanuel Macron puso sobre el tablero las principales crisis que se planean sobre la escena mundial: desde la crisis ucraniana, pasando por la guerra comercial entre Washington y Pekín, sin olvidar el devastador incendio que consume el Amazonas, ni tampoco la tensión entre Estados Unidos e Irán. En cada dossier, el presidente francés ha conseguido alzarse como mediador ineluctable.